Estimado profesor Freud:
La propuesta de la Liga de las Naciones y de su
Instituto Internacional de Cooperación Intelectual en París para que invite a
alguien, elegido por mí mismo, a un franco intercambio de ideas sobre cualquier
problema que yo desee escoger me brinda una muy grata oportunidad de debatir
con usted una cuestión que, tal como están ahora las cosas, parece el más
imperioso de todos los problemas que la civilización debe enfrentar. El
problema es este: ¿Hay algún camino para evitar a la humanidad los estragos de
la guerra? Es bien sabido que, con el avance de la ciencia moderna, este ha
pasado a ser un asunto de vida o muerte para la civilización tal cual la
conocemos; sin embargo, pese al empeño que se ha puesto, todo intento de darle
solución ha terminado en un lamentable fracaso.
Creo, además, que aquellos que
tienen por deber abordar profesional y prácticamente el problema no hacen sino
percatarse cada vez más de su impotencia para ello, y albergan ahora un intenso
anhelo de conocer las opiniones de quienes, absorbidos en el quehacer
científico, pueden ver los problemas del mundo con la perspectiva que la
distancia ofrece. En lo que a mí atañe, el objetivo normal de mi pensamiento no
me hace penetrar las oscuridades de la voluntad y el sentimiento humanos. Así
pues, en la indagación que ahora se nos ha propuesto, poco puedo hacer más allá
de tratar de aclarar la cuestión y, despejando las soluciones más obvias,
permitir que usted ilumine el problema con la luz de su vasto saber acerca de
la vida pulsional del hombre. Hay ciertos obstáculos psicológicos cuya
presencia puede borrosamente vislumbrar un lego en las ciencias del alma, pero
cuyas interrelaciones y vicisitudes es incapaz de imaginar; estoy seguro de que
usted podrá sugerir métodos educativos, más o menos ajenos al ámbito de la
política, para eliminar esos obstáculos.
Siendo inmune a las inclinaciones
nacionalistas, veo personalmente una manera simple de tratar el aspecto
superficial (o sea, administrativo) del problema: la creación, con el consenso
internacional, de un cuerpo legislativo y judicial para dirimir cualquier
conflicto que surgiere entre las naciones. Cada nación debería avenirse a
respetar las órdenes emanadas de este cuerpo legislativo, someter toda disputa
a su decisión, aceptar sin reserva sus dictámenes y llevar a cabo cualquier
medida que el tribunal estimare necesaria para la ejecución de sus decretos.
Pero aquí, de entrada, me enfrento con una dificultad; un tribunal es una
institución humana que, en la medida en que el poder que posee resulta
insuficiente para hacer cumplir sus veredictos, es tanto más propenso a que
estos últimos sean desvirtuados por presión extrajudicial. Este es un hecho que
debemos tener en cuenta; el derecho y el poder van inevitablemente de la mano,
y las decisiones jurídicas se aproximan más a la justicia ideal que demanda la
comunidad (en cuyo nombre e interés se pronuncian dichos veredictos) en tanto y
en cuanto esta tenga un poder efectivo para exigir respeto a su ideal jurídico.
Pero en la actualidad estamos lejos de poseer una organización supranacional
competente para emitir veredictos de autoridad incontestable e imponer el
acatamiento absoluto a la ejecución de estos. Me veo llevado, de tal modo, a mi
primer axioma: el logro de seguridad internacional implica la renuncia
incondicional, en una cierta medida, de todas las naciones a su libertad de
acción, vale decir, a su soberanía, y está claro fuera de toda duda que ningún
otro camino puede conducir a esa seguridad.
El escaso éxito que tuvieron,
pese a su evidente honestidad, todos los esfuerzos realizados en la última
década para alcanzar esta meta no deja lugar a dudas de que hay en juego
fuertes factores psicológicos, que paralizan tales esfuerzos. No hay que andar
mucho para descubrir algunos de esos factores. El afán de poder que caracteriza
a la clase gobernante de todas las naciones es hostil a cualquier limitación de
la soberanía nacional. Este hambre de poder político suele medrar gracias a las
actividades de otro grupo guiado por aspiraciones puramente mercenarias,
económicas. Pienso especialmente en ese pequeño pero resuelto grupo, activo en
toda nación, compuesto de individuos que, indiferentes a las consideraciones y
moderaciones sociales, ven en la guerra, en la fabricación y venta de
armamentos, nada más que una ocasión para favorecer sus intereses particulares
y extender su autoridad personal.
Ahora bien, reconocer este hecho
obvio no es sino el primer paso hacia una apreciación del actual estado de
cosas. Otra cuestión se impone de inmediato: ¿Cómo es posible que esta pequeña
camarilla someta al servicio de sus ambiciones la voluntad de la mayoría, para
la cual el estado de guerra representa pérdidas y sufrimientos? (Al referirme a
la mayoría, no excluyo a los soldados de todo rango que han elegido la guerra
como profesión en la creencia de que con su servicio defienden los más altos
intereses de la raza, y de que el ataque es a menudo el mejor método de
defensa.) Una respuesta evidente a esta pregunta parecería ser que la minoría,
la clase dominante hoy, tiene bajo su influencia las escuelas y la prensa, y
por lo general también la
Iglesia. Esto les permite organizar y gobernar las emociones
de las masas, y convertirlas en su instrumento.
Sin embargo, ni aun esta
respuesta proporciona una solución completa. De ella surge esta otra pregunta:
¿Cómo es que estos procedimientos logran despertar en los hombres tan salvaje
entusiasmo, hasta llevarlos a sacrificar su vida? Sólo hay una contestación posible:
porque el hombre tiene dentro de sí un apetito de odio y destrucción. En épocas
normales esta pasión existe en estado latente, y únicamente emerge en
circunstancias inusuales; pero es relativamente sencillo ponerla en juego y
exaltarla hasta el poder de una psicosis colectiva. Aquí radica, tal vez, el
quid de todo el complejo de factores que estamos considerando, un enigma que el
experto en el conocimiento de las pulsiones humanas puede resolver.
Y así llegamos a nuestro último
interrogante: ¿Es posible controlar la evolución mental del hombre como para
ponerlo a salvo de las psicosis del odio y la destructividad? En modo alguno
pienso aquí solamente en las llamadas «masas ¡letradas». La experiencia prueba
que es más bien la llamada «intelectualidad» la más proclive a estas
desastrosas sugestiones colectivas, ya que el intelectual no tiene contacto
directo con la vida al desnudo ' sino que se topa con esta en su forma
sintética más sencilla: sobre la página impresa.
Para terminar: hasta ahora sólo
me he referido a las guerras entre naciones, a lo que se conoce como conflictos
internacionales. Pero sé muy bien que la pulsión agresiva opera bajo otras
formas y en otras circunstancias. (Pienso en las guerras civiles, por ejemplo,
que antaño se debían al fervor religioso, pero en nuestros días a factores
sociales; o, también, en la persecución de las minorías raciales.) No obstante,
mi insistencia en la forma más típica, cruel y extravagante de conflicto entre
los hombres ha sido deliberada, pues en este caso tenemos la mejor oportunidad
de descubrir la manera y los medios de tornar imposibles todos los conflictos
armados.
Sé que en sus escritos podemos
hallar respuestas, explícitas o tácitas, a todos los aspectos de este urgente y
absorbente problema. Pero sería para todos nosotros un gran servicio que usted
expusiese el problema de la paz mundial a la luz de sus descubrimientos más
recientes, porque esa exposición podría muy bien marcar el camino para nuevos y
fructíferos modos de acción.
Muy atentamente,
Albert Einstein
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