Esta entrevista fue concedida
al periodista George Sylvester Viereck en 1926 en la casa de Sigmund Freud en los Alpes austriacos. Se creía perdida pero se
estableció que había sido publicada en el volumen de Psychoanalysis
and the Fut en Nueva York en 1957.
S.
Freud: Setenta años me
enseñaron a aceptar la vida con serena humildad.
Quien habla es el profesor Sigmund Freud, el
gran explorador del alma. El escenario de nuestra conversación fue en su casa de verano en Semmering, una montaña de los
Alpes austríacos. Yo había visto el país del
psicoanálisis por última vez en su modesta casa de la capital austríaca. Los
pocos años transcurridos entre mi
última visita y la actual, multiplicaron las arrugas de su frente. Intensificaron la palidez de sabio. Su rostro
estaba tenso, como si sintiese dolor. Su mente estaba alerta, su
espíritu firme, su cortesía impecable como siempre, pero un ligero impedimento
en su habla me perturbó. Parecía que un tumor
maligno en el maxilar superior había tenido que ser operado. Desde entonces Freud usa una prótesis, lo cual es una
constante irritación para él.
S.
Freud: Detesto mi
maxilar mecánico, porque la lucha con este aparato me consume mucha energía preciosa. Pero prefiero esto a no tener
ningún maxilar. Aún así prefiero la existencia a la extinción.
Tal vez los dioses sean gentiles con nosotros, tornándonos la vida más
desagradable a medida que envejecemos. Por
fin, la muerte nos parece menos intolerable que los fardos que cargamos.
Freud
se rehúsa a admitir que el destino le reserva algo especial.
S.
Freud: ¿Por qué (dice
calmamente) debería yo esperar un tratamiento especial? La vejez, con sus arrugas, llega para todos. Yo no me
revelo contra el orden universal. Finalmente, después de setenta años, tuve lo bastante para comer. Aprecié
muchas cosas —en compañía de mi mujer, mis hijos— el calor del sol. Observé las plantas que crecen en
primavera. De vez en cuando tuve una mano amiga para apretar. En otra ocasión encontré un ser humano que
casi me comprendió. ¿Qué más puedo querer?
G.
S. Viereck: El señor tiene una fama. Su obra prima
influye en la literatura de cada país. Los hombres miran
la vida y a sí mismos con otros ojos, por causa de este señor. Recientemente,
en el septuagésimo aniversario, el mundo se unió para homenajearlo, con
excepción de su propia universidad.
S.
Freud: Si la Universidad de Viena
me demostrase reconocimiento, me sentiría incómodo. No hay razón para aceptarme a mí o a mi obra porque
tengo setenta años. Yo no atribuyo importancia insensata a los decimales. La fama llega cuando morimos y,
francamente, lo que ven después no me interesa. No aspiro a la gloria póstuma.
Mi virtud no es la modestia.
G.
S. Viereck: ¿No significa nada el hecho de que su
nombre va a perdurar?
S. Freud: Absolutamente nada, es lo mismo que perdure o que nada sea cierto.
Estoy más bien preocupado por el destino de
mis hijos. Espero que sus vidas no sean difíciles. No puedo ayudarlos mucho. La
guerra prácticamente liquidó mis posesiones, lo que había adquirido durante mi
vida. Pero me puedo dar por
satisfecho. El trabajo es mi fortuna.
Estábamos
descendiendo de una pequeña elevación de tierra en el jardín de su casa. Freud
acarició tiernamente un arbusto que florecía.
S.
Freud: Estoy mucho más
interesado en este capullo de lo que me pueda acontecer después de estar muerto.
G.
S. Viereck: ¿Entonces, el señor es, al final, un
profundo pesimista?
S.
Freud: No, no lo soy. No
permito que ninguna reflexión filosófica complique mi fluidez con las cosas simples de la vida.
G.
S. Viereck: ¿Usted cree en la
persistencia de la personalidad después de la muerte, de la forma que sea?
S.
Freud: No pienso en
eso. Todo lo que vive perece. ¿Por qué debería el hombre constituir una excepción?
G.
S. Viereck: ¿Le gustaría retornar en alguna forma, ser
rescatado del polvo? ¿Usted no tiene, en otras palabras, deseo de
inmortalidad?
S.
Freud: Sinceramente no.
Si la gente reconoce los motivos egoístas detrás de la conducta humana, no tengo el más mínimo deseo de retornar a la
vida; moviéndose en un círculo, sería siempre la misma. Más allá de eso, si el
eterno retorno de las cosas, para usar la expresión de Nietzsche, nos dotase nuevamente de nuestra carnalidad y lo que involucra, ¿para qué
serviría sin memoria? No habría vínculo
entre el pasado y el futuro. Por lo que me toca, estoy perfectamente satisfecho
en saber que el eterno
aborrecimiento de vivir finalmente pasará. Nuestra vida es necesariamente una
serie de compromisos, una lucha
interminable entre el ego y su ambiente. El deseo de prolongar la vida excesivamente me parece absurdo.
G.
S. Viereck: George Bernard Shaw sustenta que
vivimos muy poco. Él encuentra que el hombre puede prolongar la vida si así
lo desea, llevando su voluntad a actuar sobre las fuerzas de la evolución. El cree que la
humanidad puede recuperar la longevidad de los patriarcas.
S. Freud: Es posible que la muerte en sí no
sea una necesidad biológica. Tal vez morimos porque deseamos morir. Así como el amor o el odio por una
persona viven en nuestro pecho al mismo tiempo, así también toda la vida
conjuga el deseo de la propia destrucción. Del mismo modo como un pequeño elástico tiende a asumir la forma original,
así también toda materia viva, consciente o inconscientemente, busca readquirir la completa, la
absoluta inercia de la existencia inorgánica. El impulso
de vida o el impulso de muerte habitan lado a lado en nuestro interior. La
muerte es la compañera del amor. Juntos
rigen el mundo. Esto es lo que dice mi libro Más allá del principio del
placer. En el comienzo del
psicoanálisis se suponía que el amor tenía toda la importancia. Ahora sabemos
que la muerte es igualmente
importante. Biológicamente, todo ser vivo, no importa cuan intensamente la vida arda dentro de él, ansía el Nirvana, la
cesación de la “fiebre llamada vivir”. El deseo puede ser encubierto por
digresiones; no obstante, el objetivo último de la vida es la propia extinción.
G.
S. Viereck: Esto es la filosofía de
la autodestrucción. Ella justifica el auto-exterminio. Llevaría lógicamente al
suicidio universal imaginado por Eduard Von Hartmann.
S.
Freud: La humanidad no
escoge el suicidio porque la ley de su ser desaprueba la vía directa para su fin. La vida tiene que completar su ciclo de existencia. En todo ser
normal, la pulsión de vida es fuerte, lo
bastante para contrabalancear la pulsión de muerte, pero en el final, ésta
resulta más fuerte. Podemos entretenernos con la fantasía de que la muerte nos
llega por nuestra propia voluntad. Sería más posible que no pudiéramos vencer la
muerte porque en realidad ella es un aliado dentro de nosotros. En este sentido —añadió
con una sonrisa— puede ser justificado decir que toda muerte es un suicidio
disfrazado.
Estaba haciendo frío en
el jardín. Continuamos la conversación en el gabinete. Vi una pila de manuscritos sobre la mesa, con la caligrafía
clara de Freud.
G.
S. Viereck: ¿En qué está trabajando
el señor Freud?
S.
Freud: Estoy escribiendo
una defensa del análisis lego, del psicoanálisis practicado por los legos. Los doctores quieren establecer al análisis ilegal para los no-médicos.
La historia, esa vieja plagiadora, se
repite después de cada descubrimiento. Los doctores combaten cada nueva verdad
en el comienzo. Después procuran monopolizarla.
G.
S. Viereck: ¿Usted tuvo mucho apoyo de los legos?
S.
Freud: Algunos de mis
mejores discípulos son legos.
G.
S. Viereck: ¿El Señor Freud está
practicando mucho psicoanálisis?
S.
Freud: Ciertamente. En
este momento estoy trabajando en un caso muy difícil, intentando desatar conflictos psíquicos de un interesante paciente
nuevo. Mi hija también es psicoanalista como usted puede ver....
En
ese momento apareció la señorita Anna Freud, acompañada por su paciente, un
muchacho de once años de facciones inconfundiblemente anglosajonas.
G.
S. Viereck: ¿Usted ya se analizó a sí mismo?
S.
Freud: Ciertamente. El
psicoanalista debe constantemente analizarse a sí mismo. Analizándonos a
nosotros mismos, estamos más capacitados para analizar a otros. El
psicoanalista es como un chivo expiatorio
de los hebreos, los otros descargan sus pecados sobre él. Debe practicar su
arte a la perfección para
liberarse de los fardos que le cargan.
G.
S. Viereck: Mi impresión es que el psicoanálisis despierta en
quienes lo practican el espíritu de la caridad cristiana. Nada existe en la
vida humana que el psicoanálisis no nos pueda hacer comprender. “Tout
comprendre c’est tou pardonner”.
S. Freud: Por el contrario (acusó Freud
sus facciones asumiendo la severidad de un profeta hebreo), comprender todo no es perdonar todo. El análisis
nos enseña apenas lo que podemos soportar, pero también lo que podemos
evitar. El análisis nos dice lo que debe ser eliminado. La tolerancia con el
mal no es de manera alguna corolario del conocimiento.
Comprendí
súbitamente porqué Freud había litigado con sus seguidores que lo habían abandonado,
porque él no perdona disentir del recto camino de la ortodoxia psicoanalítica.
Su sentido de lo que es recto es herencia de sus ancestros. Una
herencia de la que él se enorgullece como se enorgullece de su raza.
S.
Freud: Mi lengua es el
alemán. Mi cultura, mi realización es alemana. Yo me consideré un intelectual alemán, hasta que percibí el
crecimiento del preconcepto anti-semita en Alemania y en Austria. Desde entonces prefiero considerarme judío.
Quedé algo desconcertado con esta observación.
Me parecía que el espíritu de Freud debería vivir en las alturas más allá de cualquier
preconcepto de razas, que él debería ser inmune a cualquier rencor personal. En
tanto, no debido precisamente a su indignación, a su honesta ira, se volvía más
atrayente como ser humano. ¡Aquiles sería intolerable si no fuese por su talón!
G.
S. Viereck: ¡Me alegra, Herr Profesor, que también el
señor tenga sus complejos, que también el señor Freud demuestre que es un mortal!
S.
Freud: Nuestros
complejos son la fuente de nuestra debilidad; pero con frecuencia, son también
la fuente de nuestra
fuerza.
G.
S. Viereck: Imagino,
observo, ¡cuáles serían mis complejos!
S.
Freud: Un análisis serio
dura más o menos un año. Puede durar igualmente dos o tres años. Usted está dedicando muchos años de su vida a la “caza de los leones”. Usted
procuró siempre a las personas destacadas de
su generación: Roosevelt, El Emperador, Hindenburgh, Briand, Foch, Joffre,
Georg Bernard Shaw...
G.
S. Viereck: Es parte de mi trabajo.
S.
Freud: Pero también es
su preferencia. El gran hombre es un símbolo. Su búsqueda es la búsqueda de su corazón. Usted también está procurando al gran hombre para tomar
el lugar de su padre. Es parte del complejo
del padre.
Negué vehementemente la afirmación de Freud.
Mientras tanto, reflexionando sobre eso, me parece que puede haber una verdad, no sospechada por
mí, en su sugestión casual. Puede ser lo mismo que el impulso que me llevó a
él.
G.
S. Viereck: Me gustaría, observé
después de un momento, poder quedarme aquí lo bastante para vislumbrar mi
corazón a través de sus ojos. ¡Tal vez, como la Medusa , yo muriese de pavor
al ver mi propia
imagen! Aún cuando no confío en estar muy informado sobre psicoanálisis,
frecuentemente anticiparía o tentaría
anticipar sus intenciones.
S. Freud: La inteligencia en un paciente no es un impedimento. Por el
contrario, muchas veces facilita el
trabajo.
En este punto el maestro del psicoanálisis
difiere bastante de sus seguidores, que no gustan mucho de la seguridad del paciente que tienen
bajo su supervisión.
G.
S. Viereck: A veces imagino si no seríamos más felices
si supiésemos menos de los procesos que dan forma a nuestros
pensamientos y emociones. El psicoanálisis le roba a la vida su último encanto,
al relacionar cada sentimiento a su original grupo de complejos. No nos
volvemos más alegres descubriendo que todos abrigamos al criminal o al
animal.
S.
Freud: ¿Qué objeción
puede haber contra los animales? Yo prefiero la compañía de los animales a la compañía humana.
G.
S. Viereck: ¿Por qué?
S.
Freud: Porque son más
simples. No sufren de una personalidad dividida, de la desintegración del ego, que resulta de la tentativa del hombre por
adaptarse a los patrones de civilización demasiado elevados para su mecanismo intelectual y psíquico.
El salvaje, como el animal es cruel, pero no tiene la maldad del hombre civilizado. La maldad es la
venganza del hombre contra la sociedad, por las restricciones que ella impone. Las características más
desagradables del hombre son generadas por ese ajuste
precario a una civilización complicada. Son el resultado del conflicto entre
nuestros instintos y nuestra cultura. Mucho
más agradables son las emociones simples y directas de un perro, al mover su
cola, o al ladrar expresando su displacer. Las emociones del perro (añadió Freud pensativamente), nos recuerdan a los héroes de la antigüedad. Tal
vez sea esa la razón por la que inconscientemente damos a nuestros perros nombres de héroes como
Aquiles o Héctor.
G.
S. Viereck: Mi cachorro es un Doberman
Pinscher llamado Áyax.
S.
Freud: (Sonriendo) Me alegra saber
que no pueda leer. ¡Sería, ciertamente, el miembro menos querido de la casa, si
pudiese ladrar sus opiniones sobre los traumas psíquicos y el complejo de
Edipo!
G.
S. Viereck: Aún usted, profesor, sueña la existencia
compleja por demás. En tanto me parece que el señor sea en parte
responsable por las complejidades de la civilización moderna. Antes que usted inventara el
psicoanálisis, no sabíamos que nuestra personalidad es dominada por una hueste beligerante de
complejos cuestionables. El psicoanálisis vuelve la vida un rompecabezas complicado.
S. Freud: De ninguna manera. El psicoanálisis vuelve la vida más simple.
Adquirimos una nueva síntesis después del
análisis. El psicoanálisis reordena el enmarañado de impulsos dispersos,
procura enrollarlos en torno a su carretel. O, modificando la metáfora,
el psicoanálisis suministra el hilo que conduce
a la persona fuera del laberinto de su propio inconsciente.
G.
S. Viereck: Al menos en la superficie,
pues la vida humana nunca fue más compleja. Cada día una nueva idea propuesta
por usted o por sus discípulos, vuelven un problema de la conducta humana más intrigante y
contradictorio.
S.
Freud: El psicoanálisis
por lo menos, jamás cierra la puerta a una nueva verdad.
G.
S. Viereck: Algunos de sus discípulos, más ortodoxos
que usted, se apegan a cada pronunciamiento que sale de su boca.
S.
Freud: La vida cambia, el
psicoanálisis también. Estamos apenas en el comienzo de una nueva ciencia.
G.
S. Viereck: La estructura científica
que usted levanta me parece ser mucho más elaborada. Sus fundamentos —la
teoría del “desplazamiento”, de la “sexualidad infantil”, de los “simbolismos
de los sueños”, etc.— parecen permanentes.
S. Freud: Yo repito, pues, que sólo estamos en el inicio. Soy apenas un
iniciador. Conseguí desenterrar monumentos
enterrados en los sustratos de la mente. Pero allí donde yo descubrí algunos
templos, otros podrán descubrir continentes.
G.
S. Viereck: ¿Usted siempre pone el
énfasis sobre todo en el sexo?
S.
Freud: Respondo con las
palabras de su propio poeta, Walt Whitman: “Mas todo faltaría si faltase el
sexo” (Yet all were lacking, if sex were
lacking). Mientras tanto, ya le expliqué que ahora
pongo el énfasis casi igual en aquello que está “más allá” del placer
—la muerte, la negociación de la vida—. Este deseo explica por qué algunos hombres aman el
dolor —¡como un paso para el aniquilamiento!—. Explica por qué los poetas agradecen a:
Cualesquiera
dioses que existan
Que
la vida ninguna viva para siempre
Que
los muertos jamás se levanten
Y
también el río más cansado
Desagüe
tranquilo en el mar
G.
S. Viereck: Shaw, como usted, no desea vivir para
siempre, pero a diferencia suya, él considera el sexo carente de
interés.
S.
Freud: (Sonriendo) Shaw
no comprende el sexo. No tiene ni la más remota concepción del amor. No hay un verdadero caso amoroso en ninguna de
sus piezas. Él hace humoradas del amor de Julio César —tal vez la mayor pasión de la historia—.
Deliberadamente, tal vez maliciosamente, despoja a Cleopatra de toda grandeza, relegándola a una simple
e insignificante muchacha. La razón para la extraña actitud de Shaw frente al amor, que a pesar de su enorme alcance intelectual emana de sus piezas, su
negación del móvil de todas las cosas humanas, es inherente a su psicología. En uno de sus
prefacios, él mismo enfatiza el rasgo ascético de su temperamento. Puedo estar
errado en muchas cosas, pero estoy seguro de que no fallé al enfatizar la
importancia del instinto sexual.
Por ser tan fuerte, choca siempre con las convenciones y salvaguardas de la
civilización. La humanidad, en
una especie de autodefensa procura su propia importancia. Si usted raspa a un
ruso, dice el proverbio,
aparece el tártaro sobre la piel. Analice cualquier emoción humana, no importa
cuan distante esté de
la esfera de la sexualidad, y encontrará ese impulso primordial al cual la
propia vida debe su
perpetuidad.
G.
S. Viereck: Usted,
sin duda, fue bien seguido al transmitir ese punto de vista a los escritores modernos. El psicoanálisis dio nuevas
intensidades a la literatura.
S.
Freud: También recibí
mucho de la literatura y la filosofía. Nietzsche fue uno de los primeros psicoanalistas. Es sorprendente ver hasta qué
punto su intuición preanuncia las novedades descubiertas. Ninguno se percató más profundamente de los
motivos duales de la conducta humana, y de la predominancia permanente del principio del placer
que él. El Zaratustra dice: “El dolor grita: ¡Va! Pero el placer quiere eternidad pura,
profundamente eternidad”. El psicoanálisis puede ser menos discutido en Austria y en Alemania que en los
Estados Unidos, su influencia en la literatura es inmensa por lo tanto. Thomas Mann y Hugo Von
Hofmannsthal mucho nos deben a nosotros. Schnitzler recorre un sendero que es, en gran
medida, paralela a mi propio desarrollo. Él expresa poéticamente lo que yo intento comunicar
científicamente. Pero el Dr. Schnitzler no es sólo un poeta, es también un
científico.
G.
S. Viereck: Usted no sólo es un científico, también es
un poeta. La literatura americana está impregnada de psicoanálisis. Hupert Hughes, Harvrey
O’Higgins y otros, son sus intérpretes. Es casi imposible abrir una nueva novela sin encontrar alguna referencia al
psicoanálisis. Entre los dramaturgos Eugene O'Neill y Sydney Howard tienen
una gran deuda con usted. The Silver Cord por ejemplo, es
simplemente una dramatización del complejo de Edipo.
S. Freud: Yo sé y entiendo el cumplido que hay en esa afirmación, pero tengo
cierta desconfianza de mi popularidad en
los Estados Unidos. El interés americano por el psicoanálisis no se profundiza.
La popularización lo lleva a la aceptación sin que se lo estudie seriamente.
Las personas apenas repiten las frases
que aprenden en el teatro o en las revistas. Creen comprender algo del psicoanálisis
porque juegan con su argot. Yo prefiero la ocupación intensa con el
psicoanálisis, tal como ocurre en los centros
europeos, aunque Estados Unidos fue el primer país en reconocerme oficialmente.
La Clark University me concedió un diploma honorario cuando yo siempre
fui ignorado en Europa. Mientras
tanto. Estados Unidos hace pocas contribuciones originales al psicoanálisis. Los
americanos son jugadores inteligentes, raramente pensadores creativos. Los
médicos en los Estados Unidos, y ocasionalmente en Europa, tratan de
monopolizar para sí al psicoanálisis. Pero
sería un peligro para el psicoanálisis dejarlo exclusivamente en manos de los
médicos, pues una formación
estrictamente médica es con frecuencia, un impedimento para el psicoanálisis.
Es siempre un impedimento cuando
ciertas concepciones científicas tradicionales están arraigadas en el cerebro.
¡Freud tiene que decir la verdad a cualquier
precio! Él no puede obligarse a sí mismo a agradar a Estados Unidos donde está la mayoría de sus
seguidores. A pesar de su rudeza, Freud es la urbanidad en persona. Oye pacientemente cada
intervención, procurando nunca intimidar al entrevistador. ¡Raro es el
visitante que se aleja de su presencia sin un presente, alguna señal de hospitalidad! Había oscurecido. Era tiempo de tomar el tren
de vuelta a la ciudad que una vez cobijara el esplendor imperial de los Habsburgos. Acompañado de
su esposa y de su hija, Freud desciende los escalones que lo alejan de su refugio en la montaña en
dirección a la calle para verme partir. Me pareció cansado y triste al darme el adiós.
S.
Freud: No me haga
parecer un pesimista —dice después de un apretón de manos—. Yo no tengo
desprecio por el mundo. Expresar desdén por el mundo es apenas otra forma de
cortejarlo, de ganar audiencia y aplauso. ¡No,
yo no soy un pesimista, en tanto tenga a mis hijos, mi mujer y mis flores! No soy infeliz, al menos no más infeliz que otros.
El silbato de mi tren sonó en la noche. El
automóvil me conducía rápidamente a la estación. Apenas logro ver la figura ligeramente
curvada y la cabeza grisácea de Sigmund Freud que desaparecen en la distancia...
*George Silvestre
Viereck, periodista del
Journal of Psychology. Esta
entrevista fue traducida del inglés al portugués por Paulo César Souza y al
castellano por Miguel Ángel Arce. Divulgada en La
Brújula (Semanario electrónico de la Comunidad Madrileña
de la ELP ,
Escuela de España de la AMP ),
Nos. 28 y 29, Madrid, 11 y 18 de Noviembre de 2005.
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